martes, 18 de agosto de 2009

Sueños de Gloria

Mi buen amigo Carlos Bueno resultó vencedor en el último concurso literario organizado por la Federación Taurina de Castellón con el relato, "Sueños de Gloria". Disfrútenlo.


Hubo un tiempo en que yo quería ser torero. Estaba convencido de que algún día lo sería. Nada me hacía pensar lo contrario. No veía dificultades que pudiesen truncar mi ilusión, al contrario, sólo intuía gloria y grandeza en un camino que presagiaba repleto de éxitos y de satisfacciones. ¿Dureza? ¿Dolor? ¿Cómo iba a pensar en eso si apenas era un niño?

Fue una época bonita, inolvidable. Casi tres años en los que viví el sueño más maravilloso que jamás pudiese imaginar. Tiempos de ideales, de fantasías infantiles, de utopías que jamás se cumplieron pero que me hacían sentir bien, incluso importante. Iba a ser torero, y eso no era cualquier cosa. La mayoría de mis compañeros de colegio me miraban como un bicho raro, pero no me preocupaba lo más mínimo. Para mí los raros eran ellos. No entendía cómo no sentían la misma atracción que yo si no había nada más grande en el mundo que los toros.

Aquella vocación mía era de conocimiento general. Recuerdo las sonoras carcajadas de mi padre y la cara de preocupación de mi madre el día que, no sé a santo de qué, sentencié que de mayor sería torero. La verdad es que nunca me tomaron en serio, quizá porque yo tampoco insistí en el tema. Era más un sentimiento interior que algo evidente. No tenía capotes ni muletas. Nunca llegué a proponer que me apuntasen a una escuela taurina, y si alguna vez me entraba curiosidad por dar unos pases lo hacía con la toalla del baño y sin que me vieran. Así es que mis padres debieron pensar que aquella pretensión mía era algo simplemente pasajero, como así acabó
siendo. Lo que nadie sabía era el origen de mi afición. Ese era mi pequeño secreto.

Mi familia no había ido jamás a una plaza de toros, a lo sumo habíamos visto alguna corrida por televisión sin demasiado interés. Una de ellas me provocó un impacto imborrable. Fue una salida a hombros en Sevilla de Emilio Muñoz, el año 1994, el de mi primera comunión. Y lo que más me impresionó no fueron sus faenas, ya desdibujadas en mi mente, sino el momento en el que un subalterno se acercó al trianero que, mientras arrastraban al último toro, se lavaba las manos bajo el chorrito de un botijo junto a las tablas.

¡Maestro, dos orejas!, le comunicó eufórico. Dos orejas que sumadas a la conseguida en su primero le daban derecho a salir por la Puerta del Príncipe. Conmovido, Muñoz comenzó a lloriquear, se le aflojaron las piernas, y si no llegó a desplomarse fue porque el banderillero lo
sujetó por las axilas. Cuando lo izaron a hombros iba roto de tanta entrega, desencajado de tanto sentimiento. Todos cuantos le acompañaban querían tocarle. Muchos tiraban de su vestido para
arrancarle los machos, los alamares, lo que fuese con tal de conservar un fetiche de aquella tarde. El comentarista despidió la conexión con Emilio Muñoz perdiéndose en el fondo de la imagen
mientras atravesaba en volandas el puente de Triana rodeado por una marabunta de aficionados. El torero iba en trance y no le preocupaba lo más mínimo que su vestido verde oliva y oro estuviese ya totalmente destrozado. No sé muy bien por qué pero, sin que nadie se apercibiese de ello, me fui a mi habitación y emocionado comencé a llorar sin poderlo remediar. Aquella retransmisión me sobrecogió tanto que logró que el toreo me sedujera para los restos.

Pero ese no era el auténtico secreto de mi vocación. Mis padres, que eran de Castellón, se trasladaron a Alcalà de Xivert en cuanto se casaron, puesto que allí trabajaba mi padre como empleado de banca. Cuando cumplí nueve años mi madre decidió apuntarme a clases de inglés, lo recuerdo bien porque fue entonces cuando me compraron la bicicleta que no me habían regalado el año anterior para la comunión. Mamá, que era muy peculiar y exigente, no encontró un profesor con las garantías que ella estimaba oportunas en el pueblo, así es que optó por inscribirme en un reconocido centro de idiomas de Castellón. Sólo tenía que ir dos veces por semana, los martes y los jueves, aunque el traslado hasta allí suponía un serio inconveniente.

Lo más cómodo era el tren, que recorría el trayecto en poco más de media hora. Al principio, como era normal, me acompañaban mis padres, que hacían encaje de bolillos para poder llevarme. Mi madre dependía de sus turnos de trabajo en el almacén de frutas, y mi padre estaba muy ocupado llevando la contabilidad de una empresa de compra-venta de coches por las tardes. Así es que pronto les propuse ir en mi flamante bici nueva; locuras de niño. A lo que sí
que accedieron transcurridas unas semanas, no sin las lógicas reticencias de mi madre, fue a dejarme viajar sólo en el tren. La academia estaba frente a la parada de Castellón, sólo había que
cruzar la calle. Las clases comenzaban a las seis de la tarde y duraban una hora y media. Mi padre me llevaba a la estación de Alcalà de Xivert al salir de clase y volvía a recogerme a las ocho y veinte. Estaba todo estudiado y cronometrado. Además yo siempre había dado muestras de ser un niño muy formal y responsable.

Y ahí comenzó mi peculiar aventura. Recuerdo la tensión de los primeros días. Sólo hacía que mirar por la ventanilla para no bajarme en ningún otro sitio que no fuese Castellón. Pero después de media docena de viajes el nerviosismo fue cesando, y cada vez disfrutaba más del recorrido. Me gustaba observar a todos cuantos entraban y salían del vagón e inventaba en mi mente historias sobre ellos. Imaginaba a qué se dedicaban y porqué estaban en el tren, y los treinta y tantos minutos de viaje pasaban de manera fugaz.

Un buen día, en la estación de Torreblanca, subió un chaval portando una extraña bolsa, amplia, cuadrangular, más ancha por la parte superior, de la que sobresalía la roja gamuza del mango de un estoque. Se sentó frente a mí, dejó la bolsa en el suelo, la abrió y, sin mediar palabra, sacó una revista taurina y se puso a ojearla. No levantó la mirada hasta llegar a Castellón veinticinco minutos más tarde. Recuerdo su mirada vivaz y absorta, cómo movía los ojos cada vez que pasaba de página repasando todas las fotos, la atención con que después se ponía leer, y cómo de vez en cuando levantaba las cejas y abría más los ojos sin duda sorprendido por lo que estaba
observando. No pude apartar mi vista de él y de su bolsa entreabierta que me dejaba distinguir los atrayentes colores rosa y amarillo de un capote y el rojo de una muleta.

Aquel personaje y su equipaje me sedujeron de tal manera que cada martes y jueves, al llegar a la estación de Torreblanca, me asomaba al andén para comprobar a qué vagón accedía el aprendiz de torerillo. Luego me dirigía hasta su ubicación y, como generalmente a esas horas el tren no llevaba muchos viajeros, me sentaba frente a él. Imagino que pensaría que yo era un pobre tonto, porque me pasaba el trayecto mirándole atónito mientras recordaba a Muñoz en La Maestranza. Siempre era igual; la misma bolsa, la atracción de los colores de las telas y del mango del estoque, una publicación taurina, el torerillo de ojos grandes e ilusionados y el
silencio entre nosotros.

Hasta que un día, un par de meses más tarde, separó la vista de la revista y me miró fijamente. ¡Tierra trágame!, me dije para mis adentros. ¿Te gustan los toros?, me preguntó. Sí, contesté de
inmediato. Él sonrió, bajó la mirada y continuó su apasionada lectura. A partir de entonces, cada vez que nos encontramos me invitaba a sentarme a su lado. Escudriñábamos juntos las fotos, me explicaba los secretos de un buen pase, los diferentes conceptos de la tauromaquia, y me aseguraba que un día él sería figura del toreo. Me contó que se llamaba Adrián y que desde los doce años, cada tarde al salir de clase, iba a la escuela taurina de Castellón. Ahora tenía catorce, y estaba a punto de torear por primera vez una becerra. Los ojos le brillaban de forma especial al confesarme sus sueños, y mis pupilas se dilataban escuchándole.

Pasados unos meses nuestra relación se había fortalecido. Yo había encontrado a mi héroe, y él a un fiel admirador. Ven a verme a la escuela, me propuso. No puedo, tengo que ir a clases de inglés, repuse. Pero aquella invitación comenzó a quemarme en el interior. Le di vueltas y más vueltas en mi cabeza hasta que encontré la solución.

El siguiente martes expliqué en la academia que en adelante sólo acudiría un día por semana al centro porque necesitaba recibir clases particulares para reforzar otras materias, pero que mi madre había insistido en seguir pagando la cuota íntegra a cambio de que me diesen los apuntes de los días que yo estuviera ausente. La mentira coló, y cada jueves acompañaba a Adrián a la plaza sin que nadie sospechase nada. Tuve que estudiar duro para que en casa no advirtieran mi jugada, pero fue una sobrecarga que llevé a gusto porque nada me hacía más feliz que ir a ver a todos aquellos chavales entrenando para la profesión más bella del mundo.

Adrián pronto despuntó como uno de los alumnos más aventajados, y quedé atrapado por su personalidad y por sus ilusiones. Decidí que yo también me apuntaría a la escuela de tauromaquia en cuanto cumpliese doce años, como había hecho él, aunque de momento me conformaría con seguir sus pasos en la clandestinidad de los jueves de escapada.

Entre engaños y sueños transcurrieron más de dos años. La amistad creció de tal forma que le quería como al hermano que nunca tuve. Yo esperaba con anhelo nuestros viajes en tren. Los martes me contaba qué había hecho el fin de semana y cómo había estado en los tentaderos a los que iba, y los jueves le acompañaba a la plaza, era mi día grande. Me sentía como un espía, empapándome de todo cuanto observaba, y sólo ansiaba cumplir los doce para comunicar a
mis padres que la decisión que hasta el momento parecía sólo un juego, era ya férrea e inapelable.

Por aquel entonces invitaron a Adrián a un tentadero de lujo en una ganadería de postín. Su facilidad y gracia para el toreo habían levantado gran expectación en todos los corrillos taurinos. Era un día trascendental para demostrar que no se equivocaban quienes apostaban por él. Tentaban dos matadores muy importantes a los que Adrián idolatraba, y aunque intuía que no iba a gozar de mucho tiempo para mostrar sus cualidades, en su interior sentía que tenía
que protagonizar algo extraordinario, que debía asombrar a todos, y que no se le podía escapar su minuto de gloria.

Una a una iban saliendo las vaquillas a la placita de la finca. Eran eralas, quizá excesivamente fuertes para el corto bagaje de mi amigo que, sentado en la tapia y en silencio, no perdía detalle de las acciones de los maestros ante las reses. Toreaban la cuarta vaca y a Adrián comenzó a nublársele la vista. Sus siempre chispeantes ojos se apagaban. Había tenido ocasión de dar unos pases al segundo astado del tentadero después de una larga faena de Mario Garona. Pese a que la erala estaba demasiado fatigada para lucirse con ella, se arrimó como si le fuese el futuro en ello. En uno de los lances el animal, ya orientado, se quedó a medio viaje e hizo por él. Lo cogió
de muy mala manera y lo zarandeó como a un pelele. Todos acudieron con presteza y preocupación a socorrerle. La vaca estaba muy astifina y presagiaban lo peor. El primer derrote había ido dirigido a la ingle. Escudriñaron sus muslos buscando una posible cornada pero no encontraron nada excepto varetazos y golpes. Un susto. El ganadero mandó a Adrián de nuevo a la tapia. Más tarde, con el sobresalto pasado, le daría otra oportunidad.

Durante la tienta de las dos siguientes vacas mi amigo no había dejado de llorar. Lo hacía para sí, y salvo alguna lágrima incontenible que enjugaba con su muletilla, era un llanto interno, mezcla de rabia y de impotencia. Sabía que ya nunca alcanzaría su sueño de ser torero.

Con los ojos empañados Adrián comenzó a verse en el centro de un coso importante. A su alrededor todos pedían trofeos para él. Sonrió. Era feliz viendo como agitaban pañuelos blancos en su honor. Fue su última visión. Cuando se desplomó dejó al descubierto un reguero de sangre que manaba de su axila y que el negro chaleco se había encargado de esconder. Nadie lo advirtió excepto Adrián y las blancas palomas que, revoloteando a su alrededor, le llamaban a otra
gloriosa plaza.

Hubo un tiempo en que yo quería ser torero. Poco después descubrí que sólo unos pocos elegidos están llamados a serlo, que es profesión de genios tocados por la varita de Dios. Los demás somos simples mortales. Fueron sueños de gloria de una época que recuerdo con nostalgia y que probablemente me hicieron mejor persona.

Carlos Bueno

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