jueves, 16 de junio de 2011

Sueños Rotos


Dicen que lo importante no es ganar sino participar. Así que estoy orgullosa de decir que yo participé en el Concurso literario Premio Hemingway. Y me gustaría compartir con ustedes mi relato. Espero que les guste.

Sueños Rotos

El tío Raimundo era uno de tantos abueletes entrañables que vivía solo en su casa, en uno de esos pueblos de interior, donde el frío invierno calaba los huesos y donde el caluroso verano hacía sudar. Hace años enviudó, pero él no quiso ir a la ciudad con sus hijos, quería permanecer en su hogar, entre aquellos campos de secano que tantas veces había trabajado de sol a sol.

Todas las mañanas acudía al casino para reunirse con sus amigos y echar su partidita de cartas o de dominó, con su puro apagado en la boca y con su boina. Hiciera frío o calor, el tío Raimundo era fiel a su cita de todas las mañanas.

En su juventud, el tío Raimundo quiso ser torero. Era la época de la posguerra, y aunque en su pueblo no le faltaba de nada, quiso escapar buscando fortuna. Y agarró sus trastos y algo de dinero que tenía ahorrado y empezó a caminar. Y estuvo caminando días y días. Por la noche dormía al raso. Y pasó frío, mucho frío y hambre, mucha hambre. Pero él continuó con su marcha para alcanzar su sueño.

Llegó a una dehesa y de lejos pudo apreciar las reses en el campo. Llegó a la casa y pidió trabajo. Y se lo dieron. Era feliz. Mientras se encargaba de las cuadras y daba de comer a los animales, de vez en cuando le dejaban torear alguna becerra. En aquella finca se celebraban tentaderos donde acudían toreros y apoderados.

Y al tío Raimundo le llegó su oportunidad un día. Bajó al ruedo y con su capote toreó de ensueño. El silencio quedaba roto con los mugidos de las vacas y con el resonar de la tela al chocar con la arena. Entonces uno de los apoderados presentes aquel dia, le ofreció la posibilidad de torear algunas becerradas en Plazas de poca entidad, lo que el tío Raimundo aceptó encantado. Y así comenzó su carrera.

Pero una mañana de campo, el tío Raimundo tuvo un desgraciado accidente. Mientras daba de comer a los toros, uno de ellos salió de la manada y mientras el tío Raimundo estaba despistado, le empitonó con su cuerno en el muslo izquierdo. Y allí quedó el tío Raimundo, tirado en el suelo. Pero el Mayoral que estaba cerca, se percató de lo ocurrido y fue hacia él para socorrerlo. Lo tomó en sus brazos, lo subió al camión y lo llevó a la población mas cercana.

Pero el tío Raimundo perdió mucha sangre en el camino y apenas podía mover la pierna. Pasó varios meses en el hospital, y aunque milagrosamente el tío Raimundo salvó su vida, nada pudieron hacer por su pierna maltrecha. Se le esfumó su sueño. Ya nunca jamás podría volver a torear, ni podría debutar con su traje de luces, aquel terno de grana y oro prestado.

Ya nada le quedaba por hacer en aquel pueblo que no era el suyo y regresó a su casa. Y se casó y tuvo dos hijos. Y trabajó en el campo arrastrando la cojera que le quedó de su sueño de juventud.

Pero él nunca perdió su ilusión y aunque jamás volvió a pisar una Plaza de Toros, era asiduo a las tertulias con sus amigos en el casino de su pueblo. Donde muchas tardes veía las corridas de toros que hacían en televisión. Y siempre contaba sus anécdotas, sus historias y sus vivencias.

En los últimos años, el tío Raimundo vivió hechizado por un torero que para él era la máxima figura del momento. Durante toda su vida, había sido seguidor de varios toreros, pero ninguno como este. Y cada vez que lo veía torear, disfrutaba como un chiquillo y se levantaba de su silla y tomaba un mantel de cuadros rojos de aquel casino de pueblo y toreaba de salón con lágrimas en los ojos.

Ahora, su mayor ilusión era poder abrazar a su torero. Soñaba con que llegara aquel momento alguna vez. Y aquel día estaba cercano, porque estaba previsto que aquel torero, su torero, aquel que le había devuelto la emoción al tío Raimundo, iba a visitar su pueblo.

La Peña Taurina de dicha localidad, había conseguido invitar a aquel matador para que diera una conferencia. Y al enterarse de la noticia, el tío Raimundo estaba feliz.

Cada día que pasaba, arrancaba una hoja del calendario, contando los días, contando las horas y contando los minutos que restaban para tan ansiado momento.

Y ese día, llegó. Y el tío Raimundo, como todas las mañanas fue al casino para encontrarse con sus amigos. Con su puro en la boca y su boina, esa boina que le acompañaba siempre, para jugar su partidita diaria.

Y al terminar, se marchó a su casa con rapidez. Quería comer algo ligero, pues los nervios no le dejaban probar bocado. Y quería descansar un poco para estar en plenas facultades por la tarde.

Llegó la hora de la conferencia y el diestro, su torero, había llegado al pueblo. Había corrido la voz en los pueblos de la comarca e incluso había venido gente de toda la provincia. Era tanta la avalancha de gente que se agolpaba a las puertas del Ayuntamiento que el Salón de Actos se había quedado pequeño.

Ya estaba todo el mundo sentado en sus sillas, pero en la primera fila había una silla vacía. Era el asiento que la Peña había reservado para el tío Raimundo para que estuviera bien cerca de su torero. El tío raimundo siempre era muy puntual. Pero aquella tarde, en su cita mas especial, no lo fue.

El acto no podía comenzar sin su presencia. Entonces, su amigo Rafael pensó que se habría dormido. Marchó corriendo a su casa a despertarlo. Llamó a la puerta, pero nadie la abría. Y siguió golpeando con mas fuerza, pero no escuchó respuesta del interior.

Así que Rafael, pidió la llave a su vecina y entró en la casa. Fue veloz a su habitación y allí encontró encima de la silla de enea el traje de los domingos del tío Raimundo y aquella corbata que lució el día de su boda hace tantos años. Y aquellos zapatos tan limpios que relucían como el sol. Todo estaba preparado para su gran cita.

Rafael se acercó a la cama del tío Raimundo. Y allí estaba él. Con su cara sonriente de siempre. Estaba feliz. Esa tarde iba a ver cumplido sus sueño. Iba a estrechar los brazos de aquel torero que le había devuelto la ilusión. Aquel torero que había conseguido que el tío Raimundo volviera a torear de salón con aquel mantel de cuadros rojos.

Pero el tío Raimundo no llegó nunca a su cita. Porque el tío Raimundo jamás despertó de su siesta.

Rafael, con sus ojos vidriosos vio que el tío Raimundo tenía en sus manos algo. Era una foto recortada de un periódico, una foto gris, como su traje de los domingos. Junto a esa foto, encontró un papel con algo escrito a mano.

Entonces, Rafael, salió corriendo de la casa de su amigo y llegó al Ayuntamiento en cuyo Salón de Actos estaban todos esperando a que diera comienzo el acto. El torero, cuando vio las lágrimas en los ojos de Rafael le preguntó que era lo que había pasado. Entonces, Rafael le pidió que le acompañara a casa del tío Raimundo.

Y allí, en la habitación en penumbra, delante del cuerpo sin vida del tío Raimundo, su torero, aquel que le había devuelto la ilusión, cogió el pequeño papel que tenía en sus manos y con su voz entrecortada, leyó su contenido.

“Torero de grana y oro
torero de capote de seda
torero de paño de franela
torero de gran estocada”

Y entonces, vio la foto gris recortada de aquel periódico. Era una foto en la que salió a hombros en una Plaza importante. Un día que cortó cuatro orejas. Un día que el tío Raimundo vio su triunfo en aquella pequeña televisión del casino.

Pero el tío Raimundo llegó tarde. El tío Raimundo no alcanzó a estar con vida cuando aquel torero, su torero, le estrechó entre sus brazos. Porque una vez más, el tío Raimundo, no pudo ver cumplido su sueño.

Porque los sueños, a veces, se cumplen. Pero solo a veces.

2 comentarios:

  1. Amparo...!!! Me ha llegado dentro. Qué hermoso tu relato! Hay que ser muy grande y muy limpio de corazón, para entender ésto. Y tú lo eres de tal dimensión, que también lo has sido para contárnoslo.

    Un beso

    Yuntero

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  2. Ay Yuntero, te echaba de menos...
    Solo he plasmado vivencias que me han contado mis mayores, algunas experiencias mías y he dejado volar mi imaginación. Eso si, he intentado ponerme en el lugar de tantos y tantos que se quedaron en el camino. Y he de reconocer que el final es muy triste. Pero es que la vida de algunos, por desgracia, lo es.
    Un beso y me alegro de "verte"

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